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La casa es una naturaleza mutante
“Una fotografía es un secreto sobre un secreto, cuanto más te cuenta menos sabes”, dijo una vez Diane Arbus. Las imágenes que construye Walter Barrios podrían ilustrar esa poderosa frase: los enigmáticos espacios que le dan forma al universo del fotógrafo marplatense nos convierten en una máquina de hacer preguntas. Como niños de cuatro años que empiezan a descubrir el mundo y necesitan saber todo acerca del territorio que los rodea. Pero tantos interrogantes no caben en esos cuerpos tan diminutos, por eso hay que escupirlos como semillas de mandarina. Los secretos se reproducen a la par de las preguntas, y las preguntas se reproducen a la par de los secretos. No existen respuestas que sean capaces de mutilar a todos los misterios que flotan como fantasmas vestidos de gala en las imágenes que observa y captura el artista. Una planta puede nacer en el piso de cerámicos mientras otra se mete en una habitación, sacando parte de su esqueleto verde por las hendiduras de una persiana. El suelo de un patio ficticio exhibe pinceladas de jabón alrededor de toda su piel, como si alguien hubiera comenzado a lavar esos azulejos en algún momento. Una acción detenida, que puede ser completada de un instante a otro. La fuerte incertidumbre de que esa persona puede irrumpir en ese lugar en menos de lo que dura un parpadeo. La certeza de que en una segunda mirada se hará presente, o el piso por fin estará seco. Telas que parecen estar vivas, y ventanas que parecen estar dormidas. Descansando de su función. Las puertas se vuelven gigantes cuando se encuentran cerradas, como si las cerraduras vomitaran monstruos invisibles que crecen a través de nuestras pupilas. Y también hay puertas entreabiertas, aquellas que en vez de develar un misterio lo multiplican: un portal a otra dimensión.
Walter Barrios no es solamente un fotógrafo: es un escultor de paisajes que transforma los recovecos de su casa en pinturas cuando dispara su cámara. Las fotografías que componen la muestra Femenino funcionan como una versión pop de los dibujos en blanco y negro del libro El ala oeste (1963): desde el duelo a muerte entre las texturas de los empapelados hasta el desfile de objetos que parecen sentirse lejos de su propio hábitat. Walter Barrios, al igual que Edward Gorey, pone en primer plano el efecto de extrañamiento como un peso desestabilizador en la imagen. Capaz de generar un sin fin de estallidos en medio de un silencio ensordecedor. Pero, a diferencia del ilustrador estadounidense, ninguna de sus fotografías registra la silueta de un ser humano. Los únicos presentes en la escena son los fragmentos que enmarcan a un hogar. Sin embargo, es en esa ausencia donde el ser humano que escapó y aún no ha regresado se vuelve central en las fotografías. El artificio que respiran las paredes y los muebles propaga el olor a hombre por todo el ambiente. Es el aroma de Walter, el ser humano que duerme cada noche en esas habitaciones mutantes. Que tiene sueños y pesadillas mientras se gestan mundos adentros de los roperos. ¿Pero es la casa la que cambia o es el habitante quien modifica su visión sobre ella? Posiblemente sean ambos, como si la casa y quien la habita se fusionaran creando una nueva persona. El director de cine Wim Wenders explicaba que un autor es quien tiene algo que decir, solo porque sabe expresarlo con su propio lenguaje. Y cuando dentro de ese lenguaje halla la frescura puede convertirse en guardián de su prisión, en lugar de ser el prisionero. Walter Barrios refleja en estas fotografías qué significa ser guardián de la propia prisión, reformando el calabozo todos los días. Un calabozo que tiene barrotes de colores estridentes y lamparas majestuosas que iluminan lo que no podemos ver. Femenino invita al espectador a refugiarse en esos ambientes cerrados hasta que, con suerte, algún día, se sienta guardián de su propia prisión.
Maia Debowicz
Agosto 2015
La casa es una naturaleza mutante
“Una fotografía es un secreto sobre un secreto, cuanto más te cuenta menos sabes”, dijo una vez Diane Arbus. Las imágenes que construye Walter Barrios podrían ilustrar esa poderosa frase: los enigmáticos espacios que le dan forma al universo del fotógrafo marplatense nos convierten en una máquina de hacer preguntas. Como niños de cuatro años que empiezan a descubrir el mundo y necesitan saber todo acerca del territorio que los rodea. Pero tantos interrogantes no caben en esos cuerpos tan diminutos, por eso hay que escupirlos como semillas de mandarina. Los secretos se reproducen a la par de las preguntas, y las preguntas se reproducen a la par de los secretos. No existen respuestas que sean capaces de mutilar a todos los misterios que flotan como fantasmas vestidos de gala en las imágenes que observa y captura el artista. Una planta puede nacer en el piso de cerámicos mientras otra se mete en una habitación, sacando parte de su esqueleto verde por las hendiduras de una persiana. El suelo de un patio ficticio exhibe pinceladas de jabón alrededor de toda su piel, como si alguien hubiera comenzado a lavar esos azulejos en algún momento. Una acción detenida, que puede ser completada de un instante a otro. La fuerte incertidumbre de que esa persona puede irrumpir en ese lugar en menos de lo que dura un parpadeo. La certeza de que en una segunda mirada se hará presente, o el piso por fin estará seco. Telas que parecen estar vivas, y ventanas que parecen estar dormidas. Descansando de su función. Las puertas se vuelven gigantes cuando se encuentran cerradas, como si las cerraduras vomitaran monstruos invisibles que crecen a través de nuestras pupilas. Y también hay puertas entreabiertas, aquellas que en vez de develar un misterio lo multiplican: un portal a otra dimensión.
Walter Barrios no es solamente un fotógrafo: es un escultor de paisajes que transforma los recovecos de su casa en pinturas cuando dispara su cámara. Las fotografías que componen la muestra Femenino funcionan como una versión pop de los dibujos en blanco y negro del libro El ala oeste (1963): desde el duelo a muerte entre las texturas de los empapelados hasta el desfile de objetos que parecen sentirse lejos de su propio hábitat. Walter Barrios, al igual que Edward Gorey, pone en primer plano el efecto de extrañamiento como un peso desestabilizador en la imagen. Capaz de generar un sin fin de estallidos en medio de un silencio ensordecedor. Pero, a diferencia del ilustrador estadounidense, ninguna de sus fotografías registra la silueta de un ser humano. Los únicos presentes en la escena son los fragmentos que enmarcan a un hogar. Sin embargo, es en esa ausencia donde el ser humano que escapó y aún no ha regresado se vuelve central en las fotografías. El artificio que respiran las paredes y los muebles propaga el olor a hombre por todo el ambiente. Es el aroma de Walter, el ser humano que duerme cada noche en esas habitaciones mutantes. Que tiene sueños y pesadillas mientras se gestan mundos adentros de los roperos. ¿Pero es la casa la que cambia o es el habitante quien modifica su visión sobre ella? Posiblemente sean ambos, como si la casa y quien la habita se fusionaran creando una nueva persona. El director de cine Wim Wenders explicaba que un autor es quien tiene algo que decir, solo porque sabe expresarlo con su propio lenguaje. Y cuando dentro de ese lenguaje halla la frescura puede convertirse en guardián de su prisión, en lugar de ser el prisionero. Walter Barrios refleja en estas fotografías qué significa ser guardián de la propia prisión, reformando el calabozo todos los días. Un calabozo que tiene barrotes de colores estridentes y lamparas majestuosas que iluminan lo que no podemos ver. Femenino invita al espectador a refugiarse en esos ambientes cerrados hasta que, con suerte, algún día, se sienta guardián de su propia prisión.
Maia Debowicz*
Agosto 2015
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